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Dentro de un nombre.

  • Foto del escritor: Pepelu Fernández
    Pepelu Fernández
  • 27 jun
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 29 jun

 

«Recuerdo la primera vez que pronuncié tu nombre. No lo sabía, pero entonces mi lengua se volvió de vapor, etérea, incapaz de concretar algo que, según me gritaba el cuerpo, debía quedarse atrapado en lo intangible».

 

Este fragmento es el principio de una novela en la que ahora no puedo trabajar. No obstante, la cita que me persigue estos días y secuestra mi ya desvencijada atención. Cuando hablo de pronunciar un nombre por primera vez, por supuesto que no hablo de ese nombre azaroso que cae de nuestra boca frente a una persona nueva. Esos nombres solo saben al azúcar o a la sal del momento.

 

Hablo de pronunciar por primera vez el nombre de alguien que «conoces». Es curioso esto del lenguaje. ¿Qué es conocer? Conocer a una persona es imposible, ya que las personas son como los bosques, creemos controlar un sendero pero, de una estación a otra, sufre una metamorfosis. La palabra más adecuada que imagino es la de «coincidir» en un momento concreto de la vida. Entonces, con convivencia, valentía e interés, uno puede sumergirse en una esencia ajena. Ahí es cuando por «primera vez» pronuncias ese nombre amado. Es un ejercicio precioso, lo haces desplegando todo lo que sabes de él o ella. La lengua, como un acordeón, deja sonar todas las notas, rarezas y esquinas que tiene esa persona. Todo está ahí, enjaulado en una palabra. Entonces sientes un calor familiar, algo del peso inherente de la vida se retira y la existencia es más fácil, más hermosa y más trepidante.

 

Por suerte, esa «primera vez» ocurre tantas veces como mudamos la piel. Hoy he nombrado a la persona que amo en voz alta y ha sido un sublime paseo que no voy a compartir con nadie.

 

Lo que sí compartiré es lo que ocurrió a continuación. Una vez restaurado, encontré mi propio nombre flotando por el techo. Y ojo, era mi nombre complejo y real, como en las novelas de K Le Guin. Es decir, coincidí conmigo en mi propio momento, me observé como un espectador que se baja del autobús en una ciudad que hace tiempo que no visita.

 

Esto parece una de esas cosas realmente difíciles que uno puede hacer. No es como mirar desde la ventanilla del coche, no… Hablo de «pronunciarme», es decir, «invocarme» y «pasearme». Uno se pone el abrigo y encuentra los pilares que creía indispensables, languideciendo como hermosas ruinas que, aburridas, se dejan golpear por las fotografías que les saco. También hay nuevas plazas y senderos. La arquitectura es más elegante, algo estoy haciendo bien. Las calles desiertas amplifican mis pasos, todas las terrazas están vacías. También hay un faro, nubes grises y olas, allá a lo lejos, batiéndose contra los acantilados.

 

¿Cómo puede esconder tanto una sola palabra? Decía Hokusai que en el cenit de su carrera podía pintar el monte Fuji con un solo trazo. Quizá va de eso, de contexto, de «coincidir» para «conocer», pero ante todo, para invocar hay que «parar en serio» y eso, en este mundo acelerado, es lo más utópico que existe.



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